Nace en Valencia el 27 de febrero de 1863, cuando el movimiento impresionista de Francia estaba en pleno apogeo. Sus pinturas por lo tanto son tardías, pero en ellas reúne las principales características impresionistas como la captación de los efectos de la luz, la ausencia del negro y de los contornos, el gusto por el aire libre, la búsqueda de lo fugaz y las pinceladas pequeñas y sueltas. Cuando tenía dos años fallecieron sus padres a causa de una epidemia de cólera. Su hermana Concha y él fueron recogidos por su tíos carnales, Isabel Bastida y su marido José Piqueres. Lo criaron con el cariño de padres en su modesta condición de artesanos, y procuraron hacer de su sobrino un trabajador culto. Se aficionó a pintar desde muy joven al aire libre y a emplear tonos claros y luminosos, infuido por Pinazo.
En 1874 lo enviaron a estudiar en la Escuela Normal Superior para que cursara sus estudios de primeras letras, pero bien pronto los maestros y sus tíos hubieron de convencerse de que la inclinación de éste no era ni del lado del oficio de su tío, ni tampoco del de las letras. Emborronaba cuantos trozos de papel caían en sus manos, y sus estudios consisitían en ilustrar sus libros de la escuela. Lejos sus tíos de contrariar su voluntad, lo llevaron a la Escuela de Artesanos, primero en donde aprendió con Cayetano Capuz los rudimentos del dibujo, y más tarde, a los quince años, ingresaba en la Academia provincial de Bellas Artes de San Carlos donde estudió junto a los pintores Manuel Matoses, Benlliure o Guadalajara. Sus progresos fueron rapidísimos. Su tío procuró atender a todos los gastos de su educacicón artística; pero éstos eran superiores a sus recursos económicos y Sorolla, en la niñez aún, tuvo que pensar en pintar cosas para vender y ayudarse así en los gastos de sus estudios de arte.

Un joven Sorolla
Un día vendió a un pequeño negociante de antiguedades un bodegón por la suma de 100 reales, mitad cobrados en métalico y mitad en trastos viejos. Pocos días después, un fotógrafo de Valencia, persona de gran temperamento artístico y de los primeros que en España supieron llevar la fotografía por la senda del arte, vio en casa del comerciante de antiguedades el cuadrito de Sorolla; admiró la excelencia con que estaba pintado, lo compró en unos cuantos duros, se enteró de quién era el muchacho autor de la obra y, al saber sus condiciones de vida, le tomó bajo su protección. Fue Antonio García un nuevo padre para Sorolla, quien no tuvo que preocuparse en obtener con su paleta recursos económicos para atender a sus estudios.

El artista en su estudio

El artista dibujando

El artista pintando al aiare libre

Sorolla en las fiestas de Valencia

Un anciano Sorolla

Estudio de Sorolla
Puerta de acceso y casa-estudio del artista
En 1882 viajó a Madrid para copiar en el Museo del Prado cuadros de Ribera y Velázquez. Con estos dos viejos maestros españoles Sorolla tiene grandes afinidades de temperamento. Con el primero, por la energía de su construcción pictórica; con el segundo, por su proceso lógico frente al natural, yendo por etapas perfectamente definidas a la solución de los problemas pictóricos planteados en su tiempo, y aun adelantándosele en mucho. Por fin, en 1883 consiguió una medalla en la Exposición Regional de Valencia, y en 1884, a los veitiún años de edad, alcanzó el éxito al conseguir la Medalla de Segunda Clase en la Exposición Nacional de Madrid gracias a la obra
Defensa del Parque de Artillería de Monteleón -1-, obra melodramática y oscura hecha expreso para la exposición, como le dijo un amigo suyo: “Para darse a conocer y ganar medallas hay que pintar muchos muertos”.
-1-
Poco después de su primer triunfo en Madrid, hizo oposiciones a la plaza de pensionista en Roma, creada por la Diputación de Valencia. El ejercicio mas importante consistió en pintar un cuadro sobre un hecho de la guerra napoleónica en Valencia:
El grito del Palleter -2-. El Palleter es el sobrenombre con el que se conocía a Vicente Doménech, personaje popular y destacado en la Guerra de la Independencia y que, según la tradición, sería el primero en alzar su grito de revuelta contra los franceses. El 23 de mayo de 1808 en la placeta de les Panses, cundió el alboroto. El Palleter, un vendedor de pajuelas inflamables (oficio que le dio nombre a su apodo), rasgó su faja de estambre en pequeños trozos para que sirviera de escarpela, puso el girón mayor en el extremo de una caña, con una estampa de la Virgen de los Desamparados y un retrato del rey, y enarbolando el estandarte gritó: “Un pobre palleter le declara la guerra a Napoleón ¡Viva Fernando VII y mueran los traidores!”. Es preciso verla para comprender su carácter, amplia, inundada de sol, cerrada por tiendas, con sus muestras pintorescas y sus telas de tonos vivos; las hortelanas con sus inmensos montones de verduras y frutas resguardadas del sol por toldos de lona blanca; aquello es una inmensa sinfonía de tonos brillantes, de manchas de luz vivísima y de sombras transparentes y cálidas. Añádase a ese gran movimiento de la luz, a esa animación de colores, el continuo ir y venir de la gente y el clamoreo de las vendedoras pregonando su mercancía. Ese movimiento, tal vez más que el bélico del grito de guerra, es lo que impresionó al pintor. En él hay una paleta rica, vibrante y limpia, la paleta brillantísima del sol meridional que constituye la nota más intensa de la producción de Sorolla, quien ganó la pensión cuando acababa de cumplir veintidós años.
-2-
A principios de invierno de 1885 partió a Italia, comenzando entonces otra fase de su vida. Aparece entonces una nueva era en el trabajo de Sorolla, que puede caracterizarse por su estancia en Asís. Allí, en un ambiente de vida tranquila y ante un arte exquisito que luchó por dominar la forma, emprende Sorolla el proceso que ha seguido la pintura en su historia: preocuparse, primero y principalmente, de la construcción del cuerpo humano; saber traducir sobre una superficie plana la corporeidad de los seres y de las cosas por medio de líneas, siendo una pintura de líneas rellenas de color; luego, traducir aquella corporeidad por el juego del claroscuro, teñido con color, desempeñando éste un papel decorativo más que naturalista. El natural se anota en la superficie pintada, no tal y como en conjunto se percibe, sino tal y como parcialmente se ha visto; y el pintor pone en el lienzo lo que ve y más aún, lo que recuerda haber visto, en la forma parcial de las cosas y de los seres. Sorolla en su época de Asís lucha por dominar la línea, por construir los cuerpos atendiendo a la proporcionalidad de sus partes. La pintura no es entonces sintética, sino elemental. No se precisa en la calidad material de los que se copia, sino en su forma lineal. No se presta atención al bloque de lo que se ve, sino a lo particular. La otra resulta entonces seca, y sólo el arabesco de la línea une los diversos elementos del cuadro.
Con lo que aprendió en Italia Sorolla pudo cimentar su técnica, siguiendo el proceso natural de la pintura en su formación. Durante su estancia en Asís pintó buen número de acuarelas, con cuya venta atendía a su sostenimiento. Faltáronle estos encargos, y vino entonces a España, permaneciendo en Valencia hasta fines del mismo año 1889. Contrajo matrimonio con Clotilde García en 1888 en Valencia, y la influencia benéfica de ésta en la vida íntima del artista se reflejó desde entonces en sus creaciones pictóricas. Su joven esposa, dotada de claro entendimiento y de grandes virtudes, levantó el ánimo decaído del pintor en los días de desaliento, templó no pocas veces la fogosidad impetuosa y la impresionabilidad de su temperamento nervioso y le auxilió en todos los momentos difíciles, tan frecuentes en la vida de un artista que lucha tenazmente en pos de un ideal, que jamás alcanza.

Joaquín y Clotilde

Clotilde
En Roma se encontró con un núcleo excelente de pintores españoles, entre ellos Villegas, Sala y Pradilla. Permaneció en la Ciudad Eterna hasta la primavera de 1885, en que hizo un largo viaje a París, donde vio las Exposiciones de Menzel y Bastien-Lepage. Y así como su primera etapa en Roma fue una continuación del influjo de la pintura contemporánea española, gracias a los compañeros que halló, su viaje a París le puso en contacto con dos grandes maestros de la pintura naturalista modernísima, que, con diferencias de carácter bastante marcadas, entre Bastien-Lepage y Menzel, conducían sin embargo a la misma orientación. Pero Sorolla a pesar de la inclinación natural de su temperamento, no pudo sacar de su primer viaje a París todo el fruto debido. La influencia que sobre él pudieron ejercer Menzel y Bastien-Lepage era prematura entonces; el ambiente artístico respirado en Roma, tanto en su gran arte del pasado, como en el contemporáneo, no era para preparar en Sorolla clara y pronta comprensión del camino emprendido por Menzel y Bastien-Lepage. Por eso, al regresar a Roma pintó su cuadro
El entierro de Cristo -3- de una manera que fue motivo de escándalo en España, al presentarlo en la Exposición de 1887. El proceso seguido en este cuadro fue de alta significación en su vida artística. La crítica lo censuró acebadamente; pero con todas sus imperfecciones de dibujo, estaba muy por encima de muchos cuadros ante los cuales la crítica había agotado el caudai de lo hiperbólico.
-3- bocetos
Estudio de María y Juan
En 1889 se trasladó con su esposa a vivir a Madrid donde alcanzó en poco tiempo cierta fama y prestigio. De este periodo destacan obras de tesis moral o social pintadas en su estudio de Madrid, un lugar preparado perfectamente como un escenario para sus obras, iluminado de la forma más cercana a la realidad.
Trata de Blancas -3-,
Y aún dicen que el pescado es caro -4-,
Triste herencia -5-, y
Otra Margarita-6-, que estan pintadas sin dudas ni vacilaciones, pertenecen a esa época, un momento en que las obras de arte con esa clase de tesis estaban de moda.
-3-
-4-
En el cuadro
Triste herencia -5- vemos a un hermano de la Congregación de San Juan de Dios acompañando al baño a multitud de niños disminuidos, ciegos, tullidos, cojos, leprosos, enfermos…: escoria que la sociedad de aquel tiempo arrojaba de su seno y que aquella institución benéfica recogía y amparaba. La figura del hermano, robusta, vigorosa, hermosa en su tosquedad, se destaca en pie con su hábito negro, del fondo el mar de un azul intenso. La severidad austera de esta figura pintada con sobriedad y vigor, evocando el recuerdo de aquellos monjes y ascetas de los grandes maestros españoles del siglo XVII. Ocupan el primer término del cuadro dos grupos situados en el centro, a la orilla del mar, compuesto el uno del hermano de San Juan de Dios atrayendo cariñosamente a un muchacho ciego que, con vacilante paso, a él se acoge. El otro grupo lo forman tres muchachos, dos de ellos con muletas, conduciendo al tercero, ciego; todos desnudos. En segundo término aparecen en el mar varios grupos y figuras sueltas de muchachos bañándose, mostrando en los cuerpos raquíticos y degenerados los estigmas de sus enfermedades y lacerías. A la derecha del hermano aparece un niño que asoma del agua su busto iluminado por el sol, figura graciosa, llena de color y vida, única nota alegre de aquella escena de tristeza y miseria cuya interpretación tan realista y sentida aviva los sentimientos tétricos que la contemplación que el cuadro despierta.
-5-
(primer boceto)

(
segundo boceto)
Otra Margarita-6- fue pintada en la estación del Grao de Valencia, en el interior de un coche de tercera clase.
-6-
En el arte de Sorolla hay tres grandes fases perfectamente definidas: una que abarca desde 1894 hasta 1901, en que pinta sus cuadros de Jávea.
La segunda, que termina en 1907, y la tercera, a partir de esta fecha hasta el final.
-7-
El mismo año exponía en Madrid su cuadro
La bendición de la barca. Al siguiente presentaba en la Exposición de Berlín su lienzo
Pescadores valencianos -8- , por el que obtuvo medalla de oro. Retrata en primer término a dos pescadores limpiando dentro del mar sus utensilios de pesca; en el segundo una barca aparejada, y otras más lejos en la línea del horizonte del mar; es todo luz y vibración solar, de color brillante y armonioso.
-8-
En 1897 concurrió de nuevo al Salón de París con su cuadro
Cosiendo vela – 9- , llevado luego a las Exposiciones de Munich, Internacional de Viena, Madrid de 1899 y, por último, a la Universal de París, obteniendo medalla de oro en las de Munich y Viena.
-9-
Toda esa larga serie de triunfos llega a ser coronada con la más alta recompensa: en la Exposición Universal de 1899 el Jurado internacional otorga al cuadro
Triste herencia -5- el premio de honor; al año siguiente este cuadro obtuvo la misma distinción en Madrid. La obra realizada por Sorolla hasta 1900 fue el camino de su consagración como gran pintor; la obra que realiza luego es más intensa y más perfecta. Esta fase se caracteriza por una marcada tendencia a expresar de forma unida el color, formando una sola cosa, tendencia que tiene sus raíces en la época precedente, poco pictórica y sí muy plástica. Esa tendencia apareció ya en su cuadro
La vuelta de la pesca -7-, pintado en el verano de 1894, en el que se afirmó su personalidad artística. Acabaron los años de aprendizaje, de tanteos, de concesiones y luchas contra el ambiente artístico que le rodeaba. La visión de la costa levantina y del paisaje valenciano y la vida de sus gentes se afinará cada vez más en Sorolla, y siempre serán aquellos asuntos los que persistiran en sus obras, expresados con perfeccionamiento técnico cada vez mayor, sin que tenga otro ideal que el de llevar a sus cuadros las formas típicas de la gente de mar, de los pescadores y de los niños criados en las playas levantinas: las barcas, los toros, el ambiente salobre y la luz intensa descompuesta en mil tonalidades distintas cambiando a cada momento.
La segunda fase del arte de Sorolla tiene plena y radical manifestación en sus cuadros de Jávea. Por los juicios que de ellos se hicieron se puede decir que son los que más escándalo produjeron. La forma queda en ellos modificada por la luz. Son manchas de color que muchas veces no acaban de manifestarse en formas claras y comprensibles. Se nota un marcado propósito por traducir sobre el lienzo la luz con riquezas cromáticas de valores intensos; ha desaparecido toda preocupación de forma. Esta tendencia de Sorolla fue más allá de los límites propios de la pintura; pero fue beneficiosa para el desarrollo de su arte. Es el período de sus grandes conquistas como colorista: libre de toda traba, abandonándose por completo a multiplicar los recursos de su paleta, llega a conseguir resultados prodigiosos. Es un arte eminentemente sensorial; ante esos cuadros, el pensamiento se anula, sólo se siente un placer intenso; se desea solamente gozar la contemplación de aquellas armonías cromáticas nuevas, imprevistas; es una sinfonía que embarga toda la actividad. La visión de Sorolla se hace excesivamente sensible a los cambios más fugaces de la luz coloreada, a la percepción refinadísima de matices quintaesenciados y a las relaciones más enérgicas de los valores cromáticos.
Al mismo tiempo adquiere un dominio manual completo del pincel, su factura es variadísima, no se repite; es la expresión más material de su arte que cambia a cada momento sujeta a todas las modificaciones de los efectos luminosos. No tiene que preocuparse de cómo sabrá decir sobre el lienzo tal o cual sensación de la retina; encuentra en seguida la frase justa, el giro apropiado. Unas veces es la mancha amplia y jugosa de color con empastes sorprendentes de ejecución; otras el llenar la tela con grandes restregones de pincel empapado de color muy líquido; otras la pincelada pequeña, vibrante, la yuxtaposición de tonos casi puros. Así, en su factura ni se nota el cansancio de la labor manual, ni una ejecución pensada que pueda descender hasta los procedimientos de fórmula. No hay un atrevimiento cromático ante el cual retroceda Sorolla. El concepto tradicional de que las cosas tienen color propio lo habían negado los maestros venecianos, los flamencos y holandeses y los grandes coloristas españoles; pero hay que confesar que esto fue con relativa timidez.
Los impresionistas echaron a un lado estos temores, pero para convencer les faltó con frecuencia pintar las cosas; llevaban al cuadro sólo las manchas de color de ellas. Sorolla, aún en aquellas obras de Jávea, de tendencia radicalísima, construye las personas y las cosas con firmeza y vigor, sin perder la sensación visual de sus calidades materiales. Y es por lo mucho que él quiera llegar a esos radicalismos de sobreponer el color a la forma concreta de las cosas, no puede en modo alguno desprenderse de su conocimiento de la estructura y de la calidad del cuerpo humano y de los objetos que pueden rodearle. Así, en esa nueva lucha, llega a adquirir el convencimiento de que no hay que preocuparse del color o de la forma, sino de dar la sensación visual de la Naturaleza lo más exacta y con la mayor intensidad expresiva posible. Pero nótese que llega a esta conclusión después de haber estudiado concienzudamente la forma y el color y sólo entonces puede hallarse en situación de completa libertad frente al natural. Se ha librado de los asuntos con tesis que pudieran modificar la natural visión de las cosas y de la vida; se ha librado del yugo de la forma en su sentido tradicionalista; se ha independizado también de la obsesión del color por el color. Y, en cambio, ha conseguido saber penetrar hasta lo más hondo de la vida de la Naturaleza y de los hechos sencillos del hombre, ver la estructura material de los cuerpos y percibir las modificaciones más tenues que la luz sugiere al ser descompuesta por la atmósfera, la humedad y las cosas materiales.
La mayoría de los cuadros de Sorolla no fueron creados tan espontáneamente como se pudiera sospechar de la frescura y lozanía de su ejecución. Antes de empezar cada una de sus obras hubo un período de preparación en el cual el pintor por medio de estudios numerosos de dibujo y color, ya del conjunto, ya del detalle, trataba de familiarizarse con el asunto a representar, con los contrastes de luz y color, con las proporciones, forma y escorzos de cada una de las figuras del cuadro y por último con los efectos y relación de unos tonos con otros. Una vez empapado de esto, colocaba los modelos en el sitio y a la hora de la luz que debía tener el cuadro, y empezaba a pintar libre de vacilaciones y cambios la obra en el lienzo definitivo. A tan diversos estudios y sanos procedimientos deben en gran parte las obras de Sorolla, especialmente las pintadas al aire libre, la gran espontaneidad y frescura que muestran y el brío incomparable de su ejecución.
Los asuntos valencianos estimados por el público y apetecidos por los marchantes de cuadros eran completamente convencionales y de un patrón hecho: asuntos de país de abanico. Sorolla al trasladarse a Madrid tuvo que entablar una lucha enérgica por la vida y por el arte. Tenía que pintar lo que no sentía, y sólo su temperamento poderoso, su gran voluntad y laboriosidad pudieron salvarle. Los cuadros de esta época son los que dieron a conocer a Sorolla en el extranjero y cimentaron su fama en España. A pesar de lo que han dicho algunos críticos, estos cuadros no son los mejores de Sorolla. En su cuadro
La reliquia -10- muestra una cola de mujeres y niños que esperan para besar una reliquia sostenida por un sacerdote. Esta escena sencilla tiene lugar en una pequeña capilla barroca de una iglesia valenciana. Sorolla enfatiza el valor estético del ritual diario en los detalles de esta obra. Los gestos espontáneos de las figuras unidos a la prespectiva cercana contribuyen a realzar la sensación de que se trata de un momento efímero atrapado por el artista. En el cuadro
Que te come -11- podemos ver una escena más cotidiana todavía, donde el juego infantil y la ternura están envueltos en un marco burgués, bello, lujoso y acogedor. Estos cuadros pertenecen a un período en que Sorolla se centró en alcanzar un estilo que cumpliera las exigencias del Salón de París, es decir, un comienzo del realismo decimonónico. De ahí que a menudo, como en estos casos, eligiera fondos barrocos. Sus cuadros de esa época eran preconcebidos, compuestos artificiosamente y pensando en cosas agradables para el público.
-10-
-11-
A partir de esa época el nombre de Sorolla figura al lado de los de Dagnan, Bouveret, Lenbach, Alma Tadema, Kroyer, Zorn y algunos otros de igual fama. Pocos artistas contemporáneos, dijo José Francés, han saciado la ambición y la vanidad con tal hartura y tan legítimo renombre como Joaquín Sorolla.
Las Exposiciones en Francia, en Inglaterra y en Norteamérica, los honores y títulos en las Academias extranjeras, las grandes ventas por sumas no logradas hasta entonces por ningún pintor español y finalmente la consagración suprema, lo que significa el más alto y más honroso reconocimiento de un artista en España, la elección para la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Pero todo esto, con ser tan halagador para Sorolla y tan decisivo para el juicio gregario de las multitudes, poco representaría ahora y nada el día de mañana en los dos momentos del examen provisional de la sesión definitiva. Lo que importa es la honda huella del sorollismo en la moderna pintura española. La eficacia de su ímpetu renovador y esa prolífica y un poco desbordante invasión de la luz y del aire libre en el enrarecido ambiente de la última mitad del siglo XIX.
“Sorolla, escribe Angel Guerra, el gran maestro, ha hecho revivir en sus lienzos los paisajes valencianos. Hay en él la misma exuberancia de la luz, idéntica explosión de colorismo, igual sensualismo artístico al traducir en manchas prodigiosas de color, esa esplendidez de una Naturaleza deslumbradora. Lo ha visto, lo ha reproducido con una admirable fidelidad, pero también con una indómita exaltación de su apasionado temperamento levantino. El deslumbramiento de sus sentidos ante la realidad objetiva nos lo transmite más intenso, más cálido, más vibrante, transformado al correr del pincel que va colocando los colores por su parte, que lo agranda y que lo ennoblece expresándolo y fijándolo de un modo perenne, con vida propia cual la misma Naturaleza que lo inspirara para que la impresión recogida no se desvirtúe nunca.”
El 4 de febrero de 1924, en la Academia de Bellas Artes de San Fernando se celebró una sesión en homenaje a Sorolla. El académico de número Santa María dio lectura al discurso que el ilustre pintor valenciano, electo desde 1914, había escrito para su recepción en la Academia en el cual hizo un estudio de la escuela valenciana de la pintura. A este discurso contestó el ex ministro Conde de Gimero con otro parlamento en el que estudió el arte de Sorolla. Sus hijas María y Elena se han distinguido en la pintura y escultura. En la exposición de Valencia de 1916, María se presentó con 38 obras, entre paisajes de España y América del Norte, y también con alguna otra figura. En sus cuadros se revela claramente su filiación artística: el luminismo franco, espontáneo y vigoros que constituye la esencia del sorollismo. Elena presentó cinco bustos notables, modelados con mucho brío y con moderno sentido decorativo. En 1920, y en la Exposición Nacional de Bellas Artes, expuso un torso y una figura de mujer resueltos de un modo firme, sin alejar la idea de una romántica riqueza sentimental.
Joaquín Sorolla y Bastida murió en Cerdezilla, provincia de Madrid, el 11 de agosto de 1923.